lunes, 30 de marzo de 2015

“El luto de los cardenales”

   Hola a todos. Como habrán podido apreciar desde hace ya un buen tiempo, no he intervenido en el blog con nuevas publicaciones. Por lo cual pido disculpas, puesto que otras ocupaciones requerían de todo el tiempo disponible. Espero poder en esta ocasión mantener una participación mucho más activa.
   Les dejo la primera parte de un brevísimo cuento, escrito por mí hace ya mucho tiempo. Espero les agrade, y en cualquier caso serán bienvenidos los comentarios.  

“El luto de los cardenales”
(Parte I)
   Siguiendo el camino del sol marcado en dorado por su oblicua trayectoria, la mirada interrumpe su vuelo posándose sobre el cuerpo prehistórico de una gran colina. Duerme su sueño milenario en aquel paraje floridense, asediada por un enjambre de chircas que denodadamente tratan de escalar las escarpadas laderas. Mas, resultaba estéril su esfuerzo al chocar con la pétrea resistencia de una muralla rocosa, que ciñe la base de la elevación cual un magnífico cinturón. Rechazadas a tal punto y con tanta firmeza que algunas parecían despeñarse inclinando reverentes sus pálidas melenas hacia el llano.  
   
   Más arriba, cubre la comba superficie un enorme tapiz vegetal hilado con suave verde y encendido amarillo, salpicado a intervalos por muñones pintados en el gris opaco de la plata vieja. Y era en este convexo universo donde encendían su caleidoscopio un millón de flores, escondidas a veces por níveos e inquietos copos de lana. Terminado el ascenso se descubre, al igual que una cimera coronando el casco de un titán guerrero, otra hilera pedregosa serpenteando en caprichosas formas.
   Es entonces, una vez alcanzado este alto del paisaje que me encuentro por fin cara a cara, con un mudo amigo parido por la tierra cuando rasgó dolorosamente la curtida piel de un mar de piedra. Solitario me observa un arcaico coronilla. Pero al acercarme, rompe el silencioso mutismo de su engañosa soledad saludándome con una algarabía de trinos en consonante melodía. Lo miro largamente, sentado sobre una de las tantas protuberancias del terreno, sosteniendo un diálogo donde no tienen lugar, ni son necesarias, las volátiles palabras.

   En el interior de sus retorcidas y fuertes ramas, apenas mecidas por el viento sur que doblega lo mismo a la delicada hierba como a los rústicos arbustos, se acurrucaba una comunidad de nidos acariciados por la seguridad de las agudas espinas. Tan eficientes en su celo guardián que permiten a los cardenales, inquilinos de turno para su cobijo, entrar y salir del encrespado follaje pero levantan una punzante prohibición para todos los extraños. En recompensa las aves le prestaban la voz de sus sinfonía, para arrullar con ella las diminutas flores amarillas que bordaban su vestido ralo, derramándola luego por toda la comarca cantándole a plantas, animales y hombres.



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