domingo, 12 de abril de 2015

“El luto de los cardenales” (Parte II)

Porque todo aquello que tiene una parte uno sugiere la existencia de una parte dos, aquí les dejo el final del cuento que compartí días pasados y cuya parte primera la encontraran algunos post más abajo. Espero les agrade y sean bienvenidos vuestros comentarios.

“El luto de los cardenales”
(Parte II)
   Varios años de idílico y apacible transcurrir han pasado, hasta aquél día cuando ningún canto salió a recibir el nuevo sol precedido por los pasos de su hija el alba joven, que todo lo baña con el perfumado aliento del rocío. Extrañado por el persistente silencio de la naturaleza muda, emprendí una vez más el camino de la cuesta. Con la respiración agitada y el pulso inquieto por oscuros presagios que revoloteaban en mi mente como negros cuervos mensajeros de una premonición funesta. Mientras el pampero irascible, arreaba rebaños de raudas nubes algodonosas, algunas de las cuales se refrescaban reflejándose por un momento en el ojo líquido de un tajamar.
   Trepé una vez más, como cada día, la lomada en busca de mi amigo el Coronilla, y cuando al empuje apresurado y ansioso de los pasos logré superar la encorvada geografía lo vi... Lo vi convertido en un despedazado esqueleto de pequeñas ramitas con espinas moribundas. Hasta el viento me pareció repentinamente más frío, helado al sentir su furiosa bofetada en el rostro, antes de meter su invisible mano  en el pecho para estrujarme el corazón. ¡Parece mentira que tantas espinas nada pudieran contra el duro acero de una sola hacha asesina!
   Su tronco cortado al ras del piso era ya una desgreñada cicatriz solamente sobre el ríspido suelo reseco, que saciaba su sed bebiendo las postreras gotas transparentes de sangrante savia. Semejantes a las lágrimas que yo bebía en ese momento, después de surcarme las mejillas. Recortada sobre el fondo celeste del cielo, una bandada de teros entonó con sus clarines la última marcha, despidiendo otra existencia convertida en cenizas y humo para alimentar por un mísero día las insaciables llamas de alguna hoguera.
   Desde entonces no han vuelto a cantar los cardenales en aquel paraje mutilado, ni nadie me ha regalado nuevamente pequeñas flores amarillas.

Fin
D.R.B


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