“El
luto de los cardenales”
(Parte
II)
Varios años de idílico y apacible
transcurrir han pasado, hasta aquél día cuando ningún canto salió a recibir el
nuevo sol precedido por los pasos de su hija el alba joven, que todo lo baña
con el perfumado aliento del rocío. Extrañado por el persistente silencio de la
naturaleza muda, emprendí una vez más el camino de la cuesta. Con la
respiración agitada y el pulso inquieto por oscuros presagios que revoloteaban
en mi mente como negros cuervos mensajeros de una premonición funesta. Mientras
el pampero irascible, arreaba rebaños de raudas nubes algodonosas, algunas de
las cuales se refrescaban reflejándose por un momento en el ojo líquido de un
tajamar.
Trepé una vez más, como cada día, la lomada
en busca de mi amigo el Coronilla, y cuando al empuje apresurado y ansioso de
los pasos logré superar la encorvada geografía lo vi... Lo vi convertido en un
despedazado esqueleto de pequeñas ramitas con espinas moribundas. Hasta el
viento me pareció repentinamente más frío, helado al sentir su furiosa bofetada
en el rostro, antes de meter su invisible mano en el pecho para estrujarme el corazón.
¡Parece mentira que tantas espinas nada pudieran contra el duro acero de una
sola hacha asesina!
Su tronco cortado al ras del piso era ya una
desgreñada cicatriz solamente sobre el ríspido suelo reseco, que saciaba su sed
bebiendo las postreras gotas transparentes de sangrante savia. Semejantes a las
lágrimas que yo bebía en ese momento, después de surcarme las mejillas. Recortada
sobre el fondo celeste del cielo, una bandada de teros entonó con sus clarines
la última marcha, despidiendo otra existencia convertida en cenizas y humo para
alimentar por un mísero día las insaciables llamas de alguna hoguera.
Desde entonces no han vuelto a cantar los
cardenales en aquel paraje mutilado, ni nadie me ha regalado nuevamente
pequeñas flores amarillas.
Fin
D.R.B
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